En Areguá hay un lugar llamado El Cántaro Bioescuela popular. Estuve hablando con Joe Gimenez, gestora de este espacio, entre otras cosas me dijo que cuando estudió artes se dio cuenta que no quería hacer arte para su ego, sino que para ella el arte era una herramienta de emancipación, y quiso compartir esa experiencia con su comunidad.
Una de las principales preguntas que se plantean los artistas en su proceso creativo es el ¿para quién? ¿Para mí mismo? ¿Para los demás? ¿Para Dios, o el Cosmos? ¿El arte por amor al arte? ¿Cuál es su sentido y su función?
Las respuestas a estas preguntas determinan radicalmente nuestro quehacer artístico.
Solemos creer que nuestro modo de pensar y percibir el mundo es único, universal, correcto y verdadero. Sin embargo cuando vemos a otras culturas, que a veces nos parecen menos desarrolladas, nos damos cuenta que su universo está construido a partir de otras ideas completamente diferentes, eso los hace ver diferente y actuar diferente. El encuentro puede ser sumamente conflictivo pues lo que para unos tiene un sentido y un valor, para otros tiene otro. Generalmente nos movemos dentro de contextos en donde nos sentimos cómodos y logramos así sentirnos a salvo. Una de las preguntas respecto a la comunidad que hace el filósfo argentino Darío Sztajnsznajber es, ¿cómo lograr un mundo globalizado como el que se está gestando hoy en día sin que una cultura fagocite a la otra?
En el ámbito del arte sucede lo mismo, tenemos la tendencia a pensar que el arte de occidente, ese derivado de las academias, el que se institucionaliza, el que avalan las galerías, es el “Arte Universal”. Y en ese contexto también nos sentimos a salvo pensando que conocemos algo y que sabemos lo que es el arte. Sin embargo hay innumerables tipos de manifestaciones artísticas en el mundo y estas dependen de la manera en la que nos relacionamos con él.

Poder establecer contacto con el otro implica necesariamente una renuncia, un sacrificio. Es difícil salir de sí mismos para ver al otro, normalmente lo vemos y juzgamos desde lo que somos, es decir, desde mi propio conjunto de conceptos. Para comprender verdaderamente al otro hay que tratar de salir de sí mismo.
Para poder salir de sí mismo no hay otra manera que renunciar. Aceptar la diferencia es reconocer que el otro responde a sus propios conceptos, a sus condicionamientos, que no son ni peores ni mejores que los míos. Acepto entonces que no tengo la verdad. Renuncio a mi verdad para acercarme a la verdad del otro, y en este proceso encontramos tal vez algo más verdadero.
Normalmente cuando hablamos de comunidad nos referimos a un grupo de gente que está unida puesto que tiene algo en común. El filósofo italiano Roberto Espósito se refiere a la comunidad como un conjunto de personas que tienen una deuda en común. Aquello que les une no es la propiedad sino un deber o una deuda. Habla también del concepto de inmunidad, como de la capacidad dentro de una comunidad de dejarnos “contaminar” por el otro, y así ser más fuerte, inmune al peligro potencial que implica el contacto con el otro como un individuo diferente.
Poder vivir en comunidad implicaría, en este sentido la entrega permanente, la renuncia, y además una entrega física en ese dejarse contaminar por el otro. En la terminología usada por Espósito hay un riesgo latente de muerte, porque justamente la comunidad es la muerte permanente de mí mismo. Es sin embargo una muerte que vivifica, que nos hace más fuertes y completos, una pequeña muerte necesaria para no vivir encerrados dentro del límite que conocemos y que finalmente determina nuestra propia extinción puesto que nos fragiliza, nos hace duros, intransigentes, intolerantes, con tendencia a la pelea y la necesidad de dominar y poseer.
El espacio público es esa posibilidad de encontrarse con el otro. No el que decides conocer y visitar porque es tu amigo o familia, no el que conoces, sino el que implica realmente una “otredad”. En Asunción solemos ver la incomodidad de los capitalinos cuando las plazas son invadidas por los indígenas o los campesinos que de vez en cuando vienen a y con sus protestas nos ponen en evidencia que la sociedad en la que vivimos está estructurada para el bienestar de unos pocos.
Cuando lo público no es de nadie es porque posiblemente no hay comunidad. No hay capacidad de encontrarse, no ha capacidad de renunciar, de dar. Si no hay amor por lo público no hay amor por la comunidad.
El arte, al ser un lenguaje que se dirige directamente a los sentidos y que además tiene esa capacidad disruptiva con sus propias reglas, es un instrumento muy valioso para comunicar con otros, para conocernos y comprendernos más allá de nuestras posibilidades racionales y culturales.
Al Cántaro vienen los jóvenes y niños a recibir talleres de artes y oficios, es un espacio comunitario abierto para todos, en donde se corre este riesgo de morir lentamente contaminados por el contacto constante con el otro, para renacer inmunizados y con nueva vitalidad gracias al arte.
Video arte de Erika Meza y Javier López :
«Communitas» de Roberto Espósito: https://filosofiaifd.files.wordpress.com/2015/03/communitas-esposito.pdf
Sobre Erika Meza y Javier López: http://www.portalguarani.com/3104_erika_meza.html
Otro artículo relacionado:
Educar en arte, una educación subversiva
Lo moralmente aceptado, arte político y política con arte