En estos días surgió un interesante debate en las redes a partir de la publicación en Facebook de Osvaldo Salerno sobre la inclusión de una representación en arcilla del Dr. Francia en el Museo de Yaguarón. Entre muchos comentarios había quien argumentaba que era una falta de respeto al héroe Nacional. Otro cuestionamiento era el de incluir una obra de «artesanía popular».
Se trata de una escultura en cerámica policromada de la artista Mari Roman de Areguá, técnica en la que estamos acostumbrados a ver a duendes de jardín, ranas y alcancías. Un héroe de la patria, jamás. Pero, ¿no podría ser un héroe de la patria un duende de jardín, alcancía, o llavero? ¿Por qué respetamos tanto su imagen y por consiguiente la historia tal como nos la han narrado? ¿Qué es lo que estamos realmente respetando, es a él, a la persona, o a un concepto que tenemos de la historia?
La historia es un relato sobre los hechos pasados, que depende de un punto de vista. En realidad la historia es tan relativa como lo son la mirada y el consenso.
La manera en que nos representamos tiene que ver también con el relato que tenemos de la historia. El ser humano tiende sin embargo a “normalizar”, crear reglas y estándares de representación que determinan una mirada correcta sobre la realidad.
La historia de Latinoamérica está llena de ídolos, caudillos, héroes que admiramos, respetamos y añoramos. Ese respeto y admiración los convierte a veces en seres que sólo pueden ser representados de cierta manera y otras, como en el caso del Che Guevara, en productos de marketing. Son ellos quienes encarnan esa idea de que hay una sola forma de ver la historia en donde hay un ser con poderes superiores capaz de pensar y decidir por todos los demás. No como un ser humano en medio de un conjunto de circunstancias que hacen de él quien es.
Tal vez esta forma de pensar es en el fondo una fe ingenua en personas extraordinarias capaces de hacer las batallas que quisiéramos hacer. Tal vez es una manera de no querer hacernos responsables de lo que construimos como sociedad.
En Latinoamérica tenemos también la tendencia a pensar que la manera correcta para representar es la que hemos heredado de la academia europea, nos cuesta aceptar nuestra propia imagen tan ecléctica, llena de matices y orígenes diversos.
El fanatismo es peligroso. Es peligrosa esa certeza absoluta de que alguien, o una creencia, son totalmente buenos y justos para sí mismo y para los demás. La historia ha demostrado que son peligrosas las certezas que nos permiten despreciar a otros, es peligroso el respeto hacia los héroes que justifica discriminar a otras personas.

Pensar que el héroe es un ser excepcional tal vez no nos permita verlo en su complejidad humana, pequeños, mortales, sucios, codiciosos, ignorantes, mundanos, egoístas, feos y malos. Creamos y creemos en los héroes como si fueran seres superiores que trascienden la historia, y no como personas que encarnan un rol dictado por un conjunto de circunstancias.
Existen los héroes y los ídolos porque nosostros los hacemos existir, los necesitamos para compensar nuestra incapacidad de decidir, de conciliar, de aceptar las diferencias y construirnos como sociedad, y para proyectar en ellos nuestra propia ambición y codicia.
Así como hemos creído que hay una forma linda, correcta y buena de representarnos, el artista para ser considerado como tal debe ceñirse a estas convenciones, de otra manera estaría haciendo artesanía, es decir, un arte menor. Sin embargo, muchas veces es en lo que llamamos artesanía donde encontramos más vivo el sentir y el pensar de una sociedad. Convertimos al artista también en una especie de ídolo, un ideal que debe responder a nuestra idea de belleza, de bueno y correcto. Así como no existe una sola historia, sino miles de historias singulares y muchas interpretaciones de la historia, tampoco existe una única forma de representar.
Cuando aprendemos a apreciar otras formas de representar la realidad aprendemos a ver con otros ojos, desde otro ángulo. Dejamos de ser un poquito menos ignorantes, pues no hay mayor ignorancia que la incapacidad de dudar de sí mismos y pensar que estamos en lo cierto.
Relativizar la historia, como relativizar nuestras pequeñas certezas nos permite mirarnos directo y con profundidad, reconocer nuestra ignorancia y fragilidad. Pues como dice Segismundo la muerte está esperándonos a todos para poner fin a nuestras pequeñas certezas:
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte ¡desdicha fuerte!:
¿que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Extracto de La vida es sueño de Calderón de la Barca
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